Primer viernes
de julio, tiempo plenamente estival y todavía mucho que hacer antes de coger
vacaciones.
He leído un
magnífico artículo de John Carlin, Si
mandase Mandela:
“Qué haría
Nelson Mandela en el lugar de Barack Obama en Estados Unidos, de Mariano Rajoy
en España o, antes de su caída, de Mohamed Morsi en Egipto, por mencionar solo
tres dirigentes que reflejan el descrédito en el que ha caído la clase política
mundial? Existe una crisis de poder en el mundo hoy, espectacularmente
escenificada en el golpe de Estado egipcio y en las protestas que hemos visto
últimamente en Brasil y Turquía, y poco valor tiene hablar de la ejemplar
figura de Mandela, ahora que agoniza, si nos limitamos a recordar con nostalgia
su trayectoria histórica y no intentamos aplicar sus lecciones al mundo actual.
Bill Keller, exdirector del New York Times,entró en el tema en
una columna publicada en su diario el fin de semana pasado, comparando a Obama
con Mandela. Su conclusión: que el primer presidente negro de Estados Unidos no
estaba ni remotamente a la altura del primero de Suráfrica.
Menos aún lo ha
estado Mohamed Morsi. Comparemos los cinco años que Mandela estuvo en el poder
con los 12 meses que Morsi ejerció de presidente en Egipto. Ambos asumieron el
poder en circunstancias similares. Uno tras la primavera árabe, el otro
tras una primavera africana. Solo que Mandela supo prepararse para el invierno.
Mandela entendió que la prioridad, en una época de transición y fragilidad
institucional, era construir una nueva nación de arriba abajo y no frotarse las
manos y pensar, “ahora les toca a los míos, ahora vamos a imponer nuestro
concepto de país y los que no estén de acuerdo que aguanten y callen”. Como
hemos visto esta semana en las calles de El Cairo, los que no han compartido su
visión islamista ni se han aguantado ni se han callado. La lección egipcia es
que las consecuencias de promover el divisionismo en un país en transición
pueden ser catastróficas.
Mandela
entendió que, en situación de fragilidad política, la unidad nacional era
prioritaria
Mandela
entendió cuando llegó a la presidencia que, en condiciones de fragilidad
política, la unidad nacional era lo imprescindible, que su misión esencial
consistía en lograr que todos se vieran identificados y representados en el
primer Gobierno democrático de la historia de su país. Si fracasaba corría el
riesgo de desatar una contrarrevolución armada o de provocar un golpe de Estado
militar. En la piel de Morsi y sus Hermanos Musulmanes, Mandela se hubiera
acercado con calidez y generosidad al sector más secular de la población y a
los cristianos —los coptos— y a las mujeres. Se hubiera reunido con ellos y
ellas ante las cámaras, dando fe de su deseo de construir una nación en la que
todos se sientan incluidos. Hubiera aplacado temores, con gestos simbólicos y
acciones prácticas, y hubiera resaltado la prioridad nacional de crear
estabilidad, de encontrar puntos de encuentro entre todos los sectores de la
sociedad. Como acaba de explicar el Financial Times, el pecado
original de Morsi “fue responder a lo que querían los Hermanos, no a lo que
querían los ciudadanos de la república”.
Consideremos
qué hubiera hecho Mandela en el papel de otro presidente que no ha sabido
construir puentes en una nación dividida, Mariano Rajoy. Imaginemos, por elegir
un ejemplo bastante actual, cómo hubiera respondido Mandela como presidente del
Gobierno español al tema catalán. ¿Qué hubiera hecho, concretamente, tras la
multitudinaria manifestación en Barcelona del 11 de septiembre del año pasado,
expresión y catalizador de un nuevo impulso independentista? Supondremos, para
esta hipótesis, que Mandela compartiría con Rajoy el deseo de mantener el país
unido.
En lugar de
refugiarse en legalismos, hubiera dicho a los catalanes que unidos todos somos
más fuertes
Lo que Mandela
no hubiera hecho era refugiarse en legalismos constitucionales o consentir que
uno de sus ministros le faltara el respeto a la lengua catalana. Más bien todo
lo contrario. Hubiera viajado de inmediato a Barcelona y hubiera convocado un
mitin en un lugar emblemático para los catalanes, como el Palau de la Música, a
la que hubiera invitado a representantes de todos los partidos.
Hubiera
empezado su discurso con unas palabras en catalán. Un “bona nit a tothom”, un “moltes
gracies per la invitació” y alguna pequeña gracia, como por ejemplo pidiendo
disculpas por no poder defenderse mejor en un idioma por el que siente gran
admiración, pero que no se preocupen, está tomando clases y la próxima vez que
venga lo hablará mejor. De ahí Mandela hubiera procedido a reconocer los
agravios históricos que Cataluña ha padecido a manos del Gobierno central
español, especialmente en la era franquista. Que se hubiera prohibido enseñar a
los niños de colegio en su lengua materna fue, hubiera dicho, una barbaridad.
Pero otra verdad histórica, Mandela hubiera agregado, era que el resto de
España había aportado mucho a Cataluña, y Cataluña había aportado mucho al
resto de España. Unidos somos todos más fuertes. Hay mucho más que nos une de
lo que nos divide. Los puntos de encuentro cultural son innumerables,
empezando, hubiera dicho con una amplia sonrisa, por una selección de fútbol
campeona del mundo en la que más de la mitad de los jugadores son del Barça y
sin olvidar, por supuesto, el cava y el jamón. Mandela hubiera reconocido que,
sin estar él necesariamente de acuerdo, era capaz de entender el punto de vista
de aquellos que exigían la secesión o un reparto del pastel económico más
favorable a Cataluña. Por eso lo necesario sería dialogar, oír la voz del
pueblo catalán, buscar soluciones en las que quizá todos tendrían que ceder un
poco, pero, al final, todos saldrían ganando.
Un discurso
así, que sin duda es el que hubiera hecho Mandela en tales circunstancias, y el
voto independentista catalán caería en picado en la siguiente encuesta. Además
seguiría cayendo porque Mandela no se quedaría satisfecho con el triunfo
retórico de un día, sino que en todos sus gestos y todas sus acciones a lo
largo de su mandato demostraría a los catalanes lo que todos los pueblos y
todos los individuos exigen: respeto.
Para ser un
gran estadista hay que ser generoso y no mezquino, visionario y no
cortoplacista, pragmático y no partidario
Bill Keller, en
su artículo para el New York Times, dijo que sería interesante “imaginar
cómo la presidencia de Obama podría ser diferente si hubiera hecho las cosas a
la manera de Mandela”. Keller resaltó el genio negociador de Mandela y su
claridad de principios: poseer el don elemental político de la persuasión y, con
los ojos puestos en el objetivo central, entender dónde hay espacio para poder
hacer concesiones, y dónde no. Por ejemplo, en las constantes y frustrantes
batallas que Obama ha librado con el Congreso no ha podido lograr un
acercamiento y una relación de simpatía mutua con los dirigentes republicanos.
Mandela hubiera identificado a los republicanos más influyentes, les hubiera
invitado a la Casa Blanca, les hubiera servido, con sus propias manos, té o
café, hubiera hecho bromas, hubiera destacado los intereses en común y,
sutilmente poniéndolos contra la pared, hubiera apelado a su patriotismo y
responsabilidad social.
¿Que estamos
hablando de entornos nacionales muy diferentes, de culturas políticas
distintas? Sí, pero Mandela se metió en el bolsillo a los derechistas blancos
de su país, gente racista y temerosa que preparaba una guerra civil para acabar
con su proyecto democrático. Comparado con eso, como escribió Keller, “el Tea
Party es, bueno, un tea party”.
El reto de
Morsi ha sido mayor. Pero el principio es el mismo. Los grandes estadistas, los
que pasan a la historia como Mandela y Abraham Lincoln, son los que aspiran a
unificar sus pueblos. Eso es lo que deberían intentar hacer en sus diferentes
contextos Obama, Rajoy, Recep Tayyip Erdogan en Turquía, Nicolás Maduro en
Venezuela, Cristina Kirchner en Argentina, Enrique Peña Nieto en México, y
todos los dirigentes del mundo cuyos países sufren las consecuencias de la
ceguera ideológica, la división social o un pasado reciente complicado, con
heridas aún por cicatrizar. Para eso hay que desear poner el bien común por
delante de cualquier otro interés, ser generoso y no mezquino, visionario y no
cortoplacista, pragmático y no partidario. El ejemplo de Mandela, ante todo un
ser político y no —como él siempre quiso recordar— un santo, demuestra que sí,
se puede.”
Sí, un líder
debe ser generoso y no mezquino, visionario y no cortoplacista, pragmático y no
partidista. En la revista Tiempo, el
suplemento Mandela. El legado de un mito (52
páginas), el documental Mandela. Hijo de
África, padre de una nación y la miniserie Mandela con Danny Glover en el papel protagonista.
Teníamos que
haber aprendido más de Madiba, de su maravillosa forma de hacer política, y
haber elegido a líderes con perspectiva histórica, grandeza y amplitud de
miras. Me temo que, como en el caso de Gandhi, de Martin Luther King y de
Teresa de Calcuta, no hemos aprendido lo suficiente como para no repetir los
mismos errores.
Mi gratitud a
l@s líderes más nobles. Ojalá aprendiéramos que el estilo de Mandela es la
mejor forma de dirigir a una organización o a un pueblo.